Esa noche tuve que comprar un café americano porque te retrasaste más de una hora, habíamos quedado en un museo del centro, empezaba el invierno y el cielo estaba totalmente oscuro a pesar de que eran las 6:30 de la tarde. No me había arreglado tanto, llevaba un suéter un poco flojo y los labios pintados de rojo quemado. Mandaste un mensaje de texto para disculparte, no me causó gracia pero te seguí esperando. Minutos más tarde estacionaste tu auto frente a mi y me ayudaste a sostener el café, regaste un poco y me diste un beso en la mejilla.
Fuimos a un bar de los pocos que frecuentaba, era muy pequeño pero tenía magia, pedimos dos cervezas, tú la más rica porque sabia a chocolate [al menos ese creía] la mía no tenía un sabor especial, platicamos de todo y de nada, de inmediato notaste mi tic nervioso y preguntaste por qué me agarraba tanto el cabello, no supe qué responder. Rompimos el hielo cuando me invitaste a probar de tu cerveza, por primera vez estábamos compartiendo algo, empezábamos a marearnos y dejé de llamarte profesor, fue ahí cuando empezamos a tenernos. A lo lejos escuchaba una canción de Kings of convenience y tu plática sobre algún grupo de rock que no conocía. Entre el calor del alcohol hablamos de Borges y de Cortázar, de algunos ilustradores, chilenos sobre todo, nos vimos a los ojos muchas veces y te evadí la mirada porque tenía miedo.
Después de un año, todo resultó en un naufragio, nos perdimos y hoy después de tu ausencia infinita, paso por el mismo bar y por el mismo museo y sé que no hay crueldad más grande que conocernos para no estar juntos, ahora esa cerveza no sabe a chocolate y temo decir que repito mi tic del cabello con todos, ese día fue especial, hoy no. Apenas me reconstruyo, lo hago con párrafos de Borges, con jardines que se bifurcan, con música que me recuerda a ti, con ese café derramado y con el recuerdo de un beso en la mejilla.
Por: Ale flores
@aleteknicolor