Con el pretexto del Festival Coordenada que se nos viene encima a mediados de este mes que ya empieza, conocido como Rocktubre, he tenido a bien darle una revisada a la obra de uno de mis actos favoritos en la secundaria: Illya Kuryaki and The Valderramas.
Puta, qué reventada de funk. Este dúo sí que sabía hacer fiesta. O sea, nomás miren y no bailen: imposible.
En fin, qué increíbles sus beats y sus letras. Como sea, estarlos escuchando asiduamente toda la semana pasada me ha “invitado a la reflexión”. En 2002, la banda, que había logrado un renacimiento del hip hop, del soul y del funk (por lo menos en América Latina), ya había desaparecido; era un proyecto con estética retro que ya no era más. Y habíamos niños de doce años que lo escuchábamos porque era lo más fresco en el repertorio comercial y nos explotaba la cabeza cada tarde, después de la tarea, cuando el juego en la banqueta y en la calle deja de ser tan atractivo. Cuando empieza la adolescencia.
Es por esos años en que “dejé estacionado mi tren junto al Cielo”. Comencé a dejar de salir a la cuadra para quedarme, absorto, contemplando la casa del jaguar que hay en mí, que hay en la selva de todos. Y a cada uno de nosotros, más o menos por esa edad, nos ha pasado lo mismo: nos contemplamos por las noches, en el espejo y empezamos a fascinarnos con nosotros mismos. Con lo que la música y los libros y los vatos y las chicas y la ropa y la música de nuevo y principalmente nos van diciendo de nosotros mismos.
Así, aunque llegan nuevos gustos, la chavorruqués es un fenómeno obligatorio. Nada de qué avergonzarse con canciones así:
POR EL MAESTRO:
Luis Enrique Hernández Navarro
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