Fue en marzo, nos reíamos a carcajadas, caminos de la mano, vimos una película, eso sí, la peor de la historia porque te quedaste dormido, compramos helado y te di una cucharada en la boca, fue el helado más rico que probé y eso que jamás me ha gustado. Antes de dormirnos nos volvimos a reír, no me acuerdo porqué, pero estaba feliz, se me veía en los ojos.

A la mañana siguiente me vi al espejo y dije: otra vez esta estúpida felicidad.

También era marzo, cerca de mi cumpleaños, te pedí que lo intentáramos, me dijiste que no, de esos “NOS” que ya no tienen marcha atrás; tuve que ir a verte, estaba loca porque tomé un autobús y llegué de madrugada, igual no te causó gracia pero te abracé, respiré profundo y no lloré. Dormimos abrazados y despertamos juntos, yo empezaba a acostumbrarme a tus ronquidos, tú al filo de mi brazo sobre tu espalda.

Eran principios de enero, aún hacia mucho frío, ese día nos escribimos por whatsapp y entre emojis tomé valor y te dije que no quería que me lastimaras, me acuerdo que lo escribí con lágrimas, te enumeré las razones por las que estaba rota, dijiste que no me preocupara y te creí.

Y después con toda alevosía, me quebraste por completo, como si lo disfrutaras, como si fuera tu modus operandi, ese día me quedó claro que no era la primera vez que lo hacías.

 Me hiciste sentir como el espectáculo de medio tiempo, como un show de circo medianamente gracioso, como ese objeto chafa que te dura un par de meses y después ya no sirve para nada. Jugaste a contra luz, sabía que no quería terminar tan mal y perdí, otra vez perdí.

Tenías un plan, un croquis de cómo romper, un manual de cómo joder en pocos pasos y con un mínimo de esfuerzo y corazón, lo lograste. Tienes que estar feliz porque acertaste, ganaste.

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