Ya no sé ni por qué voy. Con mi alma de viejito enojón y franquista que grita ¡hala, Madrí! saliendo de misa rebuscando arroz con leche en el refri, seguro me la voy a pasar mal; además, de que es un alma vieja en un cuerpo joven, nada de eso, no: los tobillos todavía me duelen, días después, y el único polvo blanco que consiguió reanimarme fue la sal de uvas Picot.

    Pero ahí voy. Chupando en el camino. Cantando a Maná en el camino. Con mis amigos de camión y de concierto, otros desdichados maldecido por la vida que no saben que la condena es perpetua. “Para toda la pinche vida irás a conciertos, culero”, sentenció el Juez Supremo en el Tribunal de la Vida, y nos jodimos todos.

    Llegamos y… todo se ve más ajado, sin el brillo de las primeras veces. Los puestos de El Chopo se comparan con los de la Feria de Salamanca (hacemos un paréntesis para agradecer el excelente trabajo de la Administración Municipal de Salamanca 2015-2018; todo incre); el diseño del Festival nos sorprendió al ser todavía peor al de los últimos años; robots que parecen personas deambulan de un lado a otro sin cantar, sin gozar, repitiendo el wuuuhh institucionalizado por nuestro miedo al silencio. Todo lo anterior ha sido científicamente diseñado por la Mafia del Poder para hacer de nuestra condena una experiencia un poquito más desdichada.

 

Lo que más duele

es el asfalto negro:

tiene grietas ya.

–Haiku del Autódromo de los Hermanos Rodríguez.

 

    Y de repente sucedió. Apretados, como hierbas de olor en el refrigerador averiado de un supermercado, los gritos de diecisiete años de realidades imaginadas se nos vinieron encima. Fuimos personas ansiosas de ver que el constructo común de nuestras mentes cobraba realidad: que esos personajes cuya historia sabemos tan bien estaban ahí: podíamos tocarlos, estallar en sus versos, olerlos de lo cerca que siempre nos habían parecido. Durante hora y media, Gorillaz hizo que aquello en que creí desde que era un niño, en la privacidad de mi cuarto, fuera real.

 

Firma: Luis Enrique Hernández Navarro. Para Ana.

 

Fotografía: Karen Razo.

 

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