Hace unos días fui a un supuesto riachuelo alejado un poco de la ciudad para tomar unas fotos con intenciones acuáticas, y digo supuesto porque como era de esperarse todo parece sostenerse con una fragilidad desconcertante en estos días; estaba casi completamente seco pero había un estanque de agua en donde pudimos lograr nuestro objetivo, después de unas horas emprendiendo el regreso curiosamente con la mirada baja por el cansancio, yo y mi acompañante nos dimos cuenta que en una pila de estiércol de vaca había una hermosa familia de hongos esperando a ser descubierta, después de sacudirnos la incredulidad lo celebramos con un entusiasmo que pensábamos ya agotado, los cortamos con mucho cuidado, apenas nos tocaban unos cuatro por cabeza; una pequeña dosis como recompensa por una jornada extenuante bajo el sol, seguimos caminando pero esta vez con el interés alborotado, con una nueva visión meticulosa que escudriñaba cada rincón de la tierra, tentando la suerte, agradecidos sí pero secretamente deseando más, y como si fuera alguna treta metafísica a la Paulo Coelho ‘el universo conspira’ nos topamos después de unos pasos con las versiones agigantadas de los que llevábamos en la mano, más celebración, recolección con sonrisas en el rostro, puños llenos y un regreso muy ameno avivado por esa anticipación de cuando uno sabe de antemano que le espera un viaje seguro, aún más porque éste era patrocinado por las propiedades psicoactivas de la madre naturaleza.
No quise consumirlos inmediatamente como usualmente se recomienda, de la tierra a la psique, tenía aún un montón de días amontonados de trabajo rutinario frente a mí y de ninguna manera quería opacar el descenso con tediosas responsabilidades adultas, los dejé secar y fue hasta el viernes que salí del trabajo que se me ocurrió qué tal vez no sería tan mala idea documentar mi viaje. Hace años había una sección llamada ‘pharmacopeia’ en la revista VICE (cuando ésta genuinamente procuraban satisfacer la necesidades autodestructivas de una generación en hermosa decadencia), en donde un farmacólogo llamado Hamilton Morris nos llevaba por un tour de sustancias psicodélicas al rededor del mundo; su meta no era otra que darnos información de primera mano sobre las sustancias que probablemente tarde o temprano terminaríamos experimentando, un recorrido que no sólo nos enseñaba la parte química de éstas, sino que a la par también era bastante informativo el poder observar cómo el mismo Hamilton experimentaba sus propios límites para enseñarnos toda la gama de matices de las diferentes drogas que consumía.
Con esto mente fui y queriéndolo escribir fui por mis hongos llegando a casa, que ya había disminuido bástate en tamaño, comí los dos más grandes y proseguí con mi experimento.
Tenía cerveza, música y una incipiente sensación de pesadumbre acumulada por la semana ‘Godín’, no reconocía un sentimiento que particularizarla mi estado así que combatí el cansancio de la forma acostumbrada, con tragos largos y subiendo el volumen. No pasó mucho para encontrarme con el primer síntoma, no era algo que precisamente reconociera nuevo dentro de mí sino más bien un estímulo exterior que no podía dejar de sentir de diversas formas, una canción que ya había repetido unas tres veces y de la cual no tenía suficiente, era ésta.
Tres no fueron suficientes, de hecho no pude ni siquiera empezar a hartarme, fueron más de diez y cada vuelta más sublime que la anterior, Blonde Redhead siempre ha tocado puntos clave dentro y a lo largo de mi existencia, puntos que en ese instante sabía reconocer y darle una forma metafórica multicolor; una melancolía unísona que venía a encontrarse en algún recuerdo oscuro y adolescente en común, en donde colectivamente el dolor era algo tan profundo y novedoso. Después a comer más, sentía que la oleada se estaba tardando y yo tenía un poco de prisa en hundirme por completo, tenía una paranoia constante de que algo fuera de mi control tendría que suceder pronto, consumí otros seis miniaturas y más de estar sentado, más volumen y más cerveza; escuchando canciones que quería conservar pero que me obligaba a renunciar por esperar una que encajara mejor con la renovada congruencia que se abría paso en la realidad misma, no había nadie más así que fuera de la tremenda necesidad de seguir en mi búsqueda no notaba otro efecto inmediato, fuera de la repentina ausencia del sopor acumulado, comí otros dos mientras sonaba la tremendísima ‘sister europe’ de los Psychodelic Furs y aquí por fin distinguía los contornos del portal.
Hay una parte en la recta final de esta canción en donde se suman todos sus previos elementos con un oportuno saxofón abriendo una brecha gloriosa que se siente profundamente detectivesca; los años veinte, madrugada, una calle americana mal iluminada de alguna urbe apretada entre edificios, un solo farol y varias siluetas intermitentes que nunca terminaban de hundirse en la oscuridad, sombreros, humo denso de cigarrillos, vapor danzante de las alcantarillas. Pensaba que si es que llegase a existir ese lugar que llaman eternidad me gustaría pasarla en esa sensación en donde se encontraron los Psychodelic Furs y estas evocaciones visuales del pasado, y allí extenderse para siempre en esa zona inagotable de añoranza reconfortante. Eso lo escribí justo en ese estado, entonces ya podrán imaginarse que aunque me negara a reconocerlo del todo la psilocibina ya florecía en mi cerebro, después el teléfono sonaba y le daba fin a la ansiedad de lo irremediable, un viaje a Guanajuato ¡ya!, y lo que tendría que ocurrir ocurría y por el bien del viaje tendría que someterme a las posibilidades que en mi suposición pudieran exponenciarlo, comí los hongos restantes (que ya no eran tantos, tal vez unos cinco pequeños) y esperé. Pasaron por mí y en el reflejo de los demás me di cuenta que efectivamente estaba en un estado paralelo al habitual, pero el efecto parecía estancarse, el viaje por carretera en la tarde ayudaba pero me costaba comunicarme, de alguna forma sentía sumamente concretas y estudiadas mis palabras, como si fueran una distracción de lo verdaderamente importante.
Mientras más cerca de nuestro destino más sentía alejarme de la sensación, así que en un acto de desesperación decidí fumar mariguana (a la cual ya en estos días recurro con mucho menos insistencia) para aferrarme a esa percepción que se escurría de la realidad, y nada, sólo la sustitución que temía diferenciar y el alcohol, un lento despojo, y no quedó otra opción que confórtame mientras la noche ya se postraba por lo alto. Tuve después una sesión de fotografía con una amiga y aunque la sensación automatizada del habla se conservaba no recuerdo haberme sentido particularmente creativo, la foto me abstraía en su totalidad e incluso llegué a olvidar que hace apenas unas horas quería vivir dentro de una canción; había mezcal y sus humos rápidamente se hicieron presentes posicionándome en ese estado que conozco de sobra, pero que por lo menos se diferenciaba de la sobriedad de la que huía.
Así siguió la noche me reuní de nuevo con mis camaradas y seguí en esa dirección con rapidez, un poco desilusionado preguntándome si tal vez debí recoger más o comerlos directamente pero dando grandes tragos con la excusa del consuelo familiar, había ciertos momentos en donde si permanecía callado y desactivaban el switch de la pretensión podía sentir un chispazo en alguna parte de una canción, haciendo eco en mi ser Intencionalmente aturdido y pensé qué tal vez no debí alejarme de mi sala, de la busqueda, de las evocaciones, que lo simple era la respuesta y darme un tiempo para escucharme escuchando, con una soledad qué tal vez no sabía que estaba buscando, junto a esas voces de las que decidí escapar. La madrugada se conectaba con la luz del firmamento y entre risas y alborotos me escabullí a una cama, cansado como nunca y dormí como hace tiempo no lo hacía.
Fotografía y texto por Armando Castillo.