By: Andrés Augusto Klingberg, caperuzo, caminante crepuscular, escritor fantasma y redactor de semblanzas muy parcas
Siempre que algún medio me hace el favor de contemplarme para alguna colaboración, como ésta, me pregunto qué querría leer yo si estuviese en la otra orilla; y escribo a partir de esa premisa. Tengo la impresión de que el acto de leer está lastrado por connotaciones hieráticas. La gente con frecuencia dice “debería leer más” o “los mexicanos deberían leer más” o “los jóvenes deberían leer más”. Nadie debería leer más, me parece; y me parece también que asociar la lectura con el deber lleva a un desenlace paradójico: nadie querrá hacer algo que desde el principio se antoja como una obligación; nadie leerá si se le presenta como exigencia.
Yo leo porque disfruto de un libro tanto como de una película o de escuchar la conversación de ciertas personas. Leo por placer y los libros de los que más placer obtengo son aquellos que resuenan conmigo: que me revelan algo que desconocía, o que me dan las palabras para nombrar aquello que intuía pero sólo de forma difusa y desordenada.
No creo en la competitividad cuando se trata de literatura, de ahí que no aborde este texto con el formato constrictor y jerárquico del top. Haré una retrospectiva de mis lecturas del año, apelando a la diversidad de impresiones que me traiga la memoria, en mi particular ruta de recuerdos.
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Gocé leyendo la novela Disturbios, de J. G. Farrell, por su humor, igual de sutil y contenido que la melancolía de algunas de sus páginas. La trama discurre sobre todo en un otrora magnífico hotel irlandés, cuyo bar está invadido por gatos de notable fertilidad, y cuyas instalaciones deportivas pierden aceleradamente su lustre a causa de los cerdos que las habitan. Las paredes se desmoronan, varios inquilinos no cuentan ya con dinero para pagar sus prolongadas estancias, el pueblo se anega de zozobra por los disturbios de una guerra civil, siempre a punto de estallar.
Decadencia y caos, en los que el protagonista Brendan Archer, desorientado comandante inglés, retirado tras la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se ve repentinamente envuelto: Llegó ahí en busca de su espectral prometida, con la que apenas charla en un par de ocasiones; se enamora de otra chica local, también escurridiza y bastante ambivalente; se colma de extrañamientos en su perplejo recorrido por pasillos maltrechos y, en ocasiones varias, cuestiona por completo su idiosincrasia.
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Encontré en Sacrificios humanos de María Fernanda Ampuero, un cuentario punzante, sanguinolento. Hay en algunos de los cuentos que componen el volumen metáforas que, a través de un procedimiento de dislocación, muestran desde nuevos ángulos las violencias y los horrores cotidianos, especialmente los que acechan a las mujeres.
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También me acerqué por primera vez a la obra de Mariana Enríquez, con Los peligros de fumar en la cama, cuyo tratamiento de las cuitas propias de la circunstancia femenina es semejante. Enríquez, Ampuero y unas cuantas autoras más han sido clasificadas, por las editoriales y los suplementos culturales españoles, dentro de una suerte de “nueva narrativa femenina latinoamericana”.
Diría, por un lado, que el adjetivo “nueva” es pertinente sólo si describe su contemporaneidad, pues ya en Amparo Dávila, Inés Arredondo y Guadalupe Dueñas, por nombrar sólo a escritoras mexicanas, se desarrollaba una poética semejante. Por otro lado, no deja de haber cierto afán de exotizar a un grupo si se le define por su alteridad: Estrategia mercantil que pretende explotar las tendencias bienintencionadas pero siempre asimilables de la época. Y sin embargo, desde luego, personalmente celebro que un conjunto de obras valiosas halle a sus lectores en lugar de verse sepultado en el olvido, como acaso habría ocurrido antes.
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Mi más reciente lectura, El hombre sin cabeza de Sergio González Rodríguez, tendió un puente inesperado hacia la novela Crash de J. G. Ballard, leída a mitad de año, y que me permitió abordarla bajo una nueva luz. El título no engaña: Los ensayos/crónicas del libro de González Rodríguez, indagan en las decapitaciones, tan frecuentes en los ajustes de cuentas entre narcotraficantes, como signo de los tiempos que corren: síntoma de una sociedad que hace de la violencia un ritual, y se apoya en la accesibilidad a la captura de imágenes y la inmediatez de la difusión en redes, para exhibir sus hazañas.
La fetichización de la violencia es un producto cultural ligado a los avances tecnológicos que, nos dice el autor, irónicamente entrañan atavismos y conducen de vuelta a la barbarie. En las páginas de Crash descubrimos a personajes cuya sexualidad resulta indisociable de sus automóviles: Copulan al ritmo que impone la carretera, funden su piel sudorosa con el cuero de los asientos, buscan con excitación revivir accidentes fatales con celebridades de moda, para desenlazar en un anhelado clímax de fierro y carne como una sola materia.