Hace quince años era un niño gordo e inseguro. Retraído, era para mí un SUPLICIO platicar fuera del ambiente escolar; no podía hacerlo con alguien en una fiesta, o conocer a los amigos de mis primos, o hablar por teléfono cuando me felicitaban por mi cumpleaños o pedirle a la señora del puesto de revistas pornografía. Tenía que apretar los dientes, cumplir con mi deber porque los putos de mis amigos no se animaban y llevarles a cada uno su dosis de viejas encueradas a cambio de que las mías salieran gratis.
Tal tacañería me llevó a ahorrar para comprar esa belleza que encontré por los pasillos del tianguis de los miércoles. No era una mujer impresa: era una cajita negra que a la postre me daría muchísima más satisfacción que las tarjetas coleccionables que después revendía.
Miren: todavía guardo algunas, por si quieren.
Oh, sí, amigos. Se trataba del Nintendo GameCube. ¿Quieren una consola incomprendida? Ésta es. ¿Quieren una consola con un puto catálogo de cuarenta juegos parte madres? No vayan más allá. ¿Quieren una pinche consola poderosa, cool y entrañable? Motherfuckers: la han hallado. Gráficos increíbles para la época, las mejores propiedades intelectuales (ahora sí todos mojados con Pokemon Go y Super Mario Run, ¿verdad?). Y lo mejor: cuatro entradas para controles.
Ese día en que me costó un huevo regatearle al cabrón de Gastón, el caimanazo que vendía videojuegos hace XV años, que son los que cumple El Cubo esta semana, no sabía que estaba realizando una inversión para mejorar mi persona: una inversión en la amistad.
Soy Luis Enrique Hernández Navarro.