Leyendas de La Tribu Miwok: “Dj’istdtor’eh Mahn”

Justo después de morir Tis-se’-yak, el cesto que siempre solía cargar quedó volcado a los pies de su cadáver que se había convertido en una montaña. La montaña, nombrada igual que la difunta, aún conservaba las oscuras líneas que alguna vez fueron sus lágrimas. Y los pueblos de los alrededores seguían acercándose a ella para honrar a la mujer que fue abusada injustamente por su esposo.

Con el pasar de las semanas como era de costumbre, las mujeres acudían al lago  A-wai’-a a lavar sus cabellos o a bañarse cerca del espíritu de la montaña, siempre ignorando el cesto que yacía en lo más bajo de su pendiente. Los Miwok´s solían tomar con severa importancia la muerte de cualquier individuo, así como los fenómenos naturales; algunos tan simples como el ver caer agua congelada del cielo o incendios espontáneos en las altas zonas del bosque.

Una tarde al pasar cerca de la montaña, Ah-hã’-le el Dios Coyote, escuchó llantos de infante que no eran nada comunes por esa zona. Extrañado, se ocultó detrás de uno de los arbustos que se encontraban cercanos. Cuando por fin pudo asomarse por un hueco entre las hojas sin hacer ruido, observó a O-woo’-yah la osa, acercarse a lo que parecía ser un cesto de mimbre. La osa miró en todas direcciones para evitar ser vista y con sumo cuidado, calló a lo que fuera que estuviera en el cesto.

Después de un rato, se quedó dormida con el cesto entre los brazos. Ah-hã’-le esperó a que O-woo’-yah despertase más tarde ese día, sin hacer movimientos que pudieran despertarla. Y cuando por fin lo hizo, la osa sacó del cesto a un niño y como si fuera su madre, lo amamantó.

Enfurecido por la imprudencia de la osa, el Dios se acercó a ella y la expulsó de los dominios cercanos. Estaba prohibido el abstenerse de información sobre cualquier acontecimiento y O-woo’-yah había ocultado al crío de Tis-se’-yak.

Aún resbaloso por la grasa de la osa, Ah-hã’-le tomó al niño entre sus brazos y con desprecio lo llevó a los ancianos de su pueblo, para que cuidaran de él apropiadamente.

Con el paso de los años, el niño se convirtió en hombre y aunque había crecido con los Miwok’s el pueblo no le tenía afecto y el joven los miraba con miseria y lástima. Sabía que nunca pertenecería a aquella gente. El espíritu de su madre lo atormentaba siempre, y en sueños podía distinguir una figura grande y fuerte que lo amamantaba. Recordaba de memorias lejanas el nombre de “O-woo’-yah” pero lo consideraba proveniente de vidas pasadas.

Al llegar el tiempo en el que los ancianos comenzaron a fallecer por sus avanzadas edades, el hombre decidió emprender su camino. Caminó por los bosques, escaló las pronunciadas montañas y cerros que el territorio Ahwahnee le ofrecía. Caminó por solitarios días, meses y años, sin encontrar lugar con el que pudiera sentirse cómodo.

En el crepúsculo de una noche, el hombre caminó por un sendero montaña arriba y escuchó movimiento. Usualmente se topaba con ardillas y uno que otro lince de montaña, nada grande en particular, pero ésos movimientos le resultaban salvajes e intrigantes. Con cautela, el hombre se acercó al lugar del que provenía el movimiento y para su sorpresa encontró a una prominente osa con varios años de maltrato, las cicatrices de su rostro lo exihibían.

El hombre no reconoció a O-woo’-yah como su segunda madre, pero ella sí reconoció al hombre como su primer crío. Asustado al ver que la osa se acercaba a él con tal velocidad, el hombre tomó con fuerza la lanza que siempre llevaba a su costado y sin dudarlo, se la encajó a la osa en medio de las costillas izquierdas.

O-woo’-yah, sorprendida por la audacia del hombre, decidió no luchar y cayó de lado, sintiendo cómo sus ligamentos se desgarraban lentamente y como su sangre emanaba con rapidez de la herida.

El hombre se acercó a la osa y ésta le dijo: “¿No me has reconocido? Yo, O-woo’-yah, que fui la primera en cuidar de ti y en amarte he sido expuesta como tan solo una enemiga de la naturaleza. Siempre supe que algún día nos volveríamos a encontrar…” Dicho esto, la osa perdió el conocimiento, sus ojos perdieron su oscura belleza y su corazón—el cual antes latía fuerte—dejó de bombear sangre.

Al escuchar su voz, el hombre recordó haber sido encontrado y amamantado por aquella osa. Su solitario corazón se volvió de piedra y agonizando por días, siguió escalando la montaña. Observando sus inexistentes propósitos, figurándose que la vida había sido injusta con él.

Cuando llegó a la cima de la montaña, el hombre se dio cuenta de todo lo que había perdido y de lo poco que había ganado. Miró el panorama que era de un color azul oscuro, con la Luna a punto de desaparecer. A lo lejos, pudo observar  la montaña que alguna vez había sido su madre, aún seguían ahí las líneas oscuras de sus lágrimas. Invadido por la tristeza en su alma, el hombre decidió terminar ahí su travesía, pues nunca podría ser feliz en lugar alguno.

Tropezó con una piedra y en ese momento, el Sol, bajo las órdenes de Ah-hã’-le, salió y su esplendor iluminó todo el valle Ahwahnee. La potencia de su luz, hizo que el corazón del hombre se secara, congelando su figura en la cima de la montaña. Convirtiéndolo en un gran árbol marchito a tan solo unos pasos del cadáver de su madre.

Se dice que la montaña en la que murió no fue nombrada como él y que tampoco tiene líneas oscuras. Pero que cuando el Sol está a punto de salir y de ocultarse, la sombra de aquel árbol tiene la forma de un gran y prominente oso.

 

 

Inspirado en el libro de:

LaPena, Frank. D. Bates, Craig. P. Medley, Steven. Legends Of The Yosemite Miwok. Yosemite Association: Native American, 1981, 1993, 2007.

Se hace referencia a los lugares y nombres de personajes.

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