Pensar y pensar, sentir y sentir. No hay más salida que el muro que se embroca en frente a mí, el muro de mis espejos solitarios y consecuentes, no descendientes, a mis actos. Ya no entender, no contemplar sin que la vista se torne borrosa y acentúe mi malestar.
Entreabro las manos sudorosas y frías, ya no rezaré, mejor me abrazaré. Pienso lo que soy, lo que he tenido, lo que fui, lo que quiero, lo que no puedo, lo que me gritan los espejismos encontrados, y se destruyen a sí mismos en una oda a las paradojas. Y lloro. Ya no quiero, siento el hielo abrasador de mis sentimientos, esos que queman, esos que quisiera evadir, pero no, ya no puedo evadir más esta realidad, pero me vuelvo a preguntar, ¿cuál de todas las realidades? Y regreso al sentir. Prefiero sentir que pensar. Ya he malogrado muchas cosas en mi vida centrándome únicamente en lo que mi mente me dicta hacer. No reclamo, ¡no tiene sentido! Abrazo mi propio abrazo y me lloro al caminar, me lloro al hablar, al despedirme y al saludar. Mejor, es mejor, siempre va a ser mejor beberme los pensamientos, porque sé que estos inundarán mi sentir, mi existencia se verá enardecida y sustentada por la voracidad con la que trago uno y otro, mínimo se sentirá contenta con la realidad. Vaya, mi existencia contenta con la realidad, no puedo ser más hipócrita y mentirosa al aseverar esto, y me pregunto ¿qué más queda? Si algo queda, debe estar allá afuera, -¡no, jamás!-, me respondo. Ya escucho una canción, me calmo, pienso en mi madre, pienso en mis actos bondadosos, en mi vida no tan arruinada, en lo que quiero lograr, en mis metas verdaderas, en mis actos valerosos, seco mis lágrimas y se me enciende el pecho, nuevamente escucho el latir de mi corazón, éste que me llama a vivir, a vivir realmente con el pecho entrecortado o encendido y me levanto y me miro y me lavo la cara y camino. Y es que al aceptar lo que siento, como otra oda paradójica, se transforma en redención, me perdono. Vuelvo a vivir, aunque sea un segundo y me mantengo engarbada o firme por ese segundo redentor. Y recuerdo que todos son segundos en mi existencia, no hay más que este segundo para ti, lector.

Por Sara Aldaco

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