Hace más de una decena de años se cruzó por en mi camino un álbum que perduraría por las constantes facetas que me han hecho esta persona que soy hoy en día, aparentemente soy un partidario de closet del drama así que seguramente fueron más de las necesarias; no recuerdo cómo es que llegaron a mi vida los Fiery Furnaces, tampoco la primera vez qué los escuché como lo puedo hacer con otras bandas, con otras canciones, lo que si recuerdo es ese sentimiento errático al reproducirlos, eran totalmente impredecibles y me gustaba envolverme de su frenesí explosivo que aparecía en cualquier momento sin necesidad de seguir una lógica aparente, y después tranquilizar la euforia cuando se les antojaba con un folk bastante bien dominado, como si esa locura imprevista fuera un mero capricho para contagiar precisamente eso; una sensación de manía musicalizada que servía perfecto para alimentar aquellas retorcidas visiones repletas de ansias destructivas; más cerca de una locura sinsentido que una agresión rebelde, un tributo hermoso al absurdo que no resistía cualquiera, algunos de mis ‘roomies’ de la universidad llegaron incluso a reclamar mi obsesión con esta banda y aun así no había forma aparente de detenerme, como sí de alguna droga se tratara, una a la cual sigo recurriendo en los momento más inesperados; este grupo fue conformado por Matthew y Eleanor Friedberg dos hermanos Neoyorquinos ávidos por escapar a cualquier racionalización musical en las que se les catalogara a base de pura experimentación y que muchos críticos consideraban excesiva, ellos eran los Fiery Furnaces con once años de trayectoria (del 2000 al 2011) y que terminaron separándose después de siete álbumes de estudio para perseguir sus carreras de solistas.

Muy poco después Eleanor empezó a componer y no tardó en sacar su primer álbum que sí bien conservaba un poco de esa vibra estridente explotaba con mucha sencillez la faceta comercial de esta extinta banda, ahora en el 2019 ella cuenta con cuatro álbumes de estudio en donde ha tenido toda la oportunidad de ir puliendo ese folk hasta convertirlo en algo más complejo, que como buena propuesta ya se escapa del género del que partió, ella y su banda con canciones que bien podrían ser deprimentes, bien podrían inclinarse a un western irónico, por qué a pesar del transcurso de los años este factor se ha conservado volviéndose parte esencial de su discurso musical y que ya se ha convertido en un sello de esta artista que ya cuenta con más de veinte años de experiencia.  

Entonces en esta edición del Marvin les aseguro que será uno de los shows más emotivos de los que sucederán mientras cae la tarde y que deberá aprovecharse bajo los influjos de ese entumecimiento producto de algún efecto externo que concilie la realidad con la belleza de la notas, sus notas, justo allí antes de que la mente sucumba ante el frenesí; Eleanor y su guitarra, su voz que se asemeja a las de aquellas cantantes francesas de mitad del siglo pasado, un poco grave pero con una capacidad innata de conquistar cualquier tono agudo y de paso los juicios más severos, su banda que toca sin pretensiones, sin irse tan lejos en la ejecución, buscando dar un mensaje claro, una experiencia nítida que cuesta más de lo que uno supusiera, las letras que nos cuentas historias con giros, una depresión que cuesta ir definiendo y que lentamente termina transformándose en apatía o en el sentimiento más honesto sin que se sepa con seguridad hasta casi el final cual es el propósito exacto de su autora, y la cereza del pastel es que no se ha perdido esa locura inherente , que bien combinaba con aquellos impulsos juveniles y que sigue asomándose de vez en cuando entre versos, entre notas, entres gestos, como un guiño para los viejos entusiastas de los Fiery Furnaces para reanimar esa energía aparentemente ya domada desde años atrás e ir liberando los cabales para lo que vendrá después en el festival ya la par dejarse encantar por toda esa belleza envolvente que provocará su concierto; la de ella, la de su música.

Por Armando Castillo

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